viernes, 11 de febrero de 2011

EL ASESINO



EL ASESINO



La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina:
La Viuda Alegre. Otra puerta: La Siesta De Un Fauno. Una tercera: Bésame Otra
Vez. Dobló en un corredor. La Danza De Las Espadas lo sepultó bajo címbalos,
tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de
estaño. Todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba
hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la
muchacha como una mano; ella no lo vio.
La radio pulsera zumbó.
— ¿Si?
— Es Lee, papá. No olvides mi regalo.
— Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.
— No quería que te olvidases, papá -dijo la radio pulsera.
Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los
largos pasillos.
El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los
temas. Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a
Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la
cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar
el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su
lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del
piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo
desde el cielo raso:
— El prisionero en la cámara de entrevistas numero nueve.
Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus
espaldas.
— Váyase -dijo el prisionero, sonriendo.
La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba
brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche,
aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada
exhibición de dientes.
— Estoy aquí para ayudarlo -dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.
Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El
prisionero se rió.
— Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a
puntapiés.
Violento, pensó el doctor.
El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.
— No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. 
En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólitoque era como la amenaza de una tormenta.
— ¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino?
Brock asintió agradablemente.
— Antes de empezar. 
Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor. — Es mejor así.El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.
— Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.
— No me importa -sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa
lo que pasa!
El hombre tarareó.
— ¿Empezamos? -dijo el psiquiatra.
— Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen
espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en
punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros
el televisor.
— Mmm -dijo el psiquiatra.
— Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña
de luces que cae al piso.
— Linda imagen.
— Gracias, siempre soñé con ser escritor.
— ¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?
— Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los
fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me
sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le
ocurría, dejaba que la personalidad de uno fuese por sus cables. Si no lo quería así,
lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una
voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil
decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el
significado de las frases. Y al fin uno se entera de que se ha ganado un enemigo.
Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que
uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre
llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada.
Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la
televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina,
películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve
espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la
música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibus que
me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la
oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi
mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las
hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí
estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué
no llamar al viejo Joe, eh? "¡Hola, hola!" Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer,
la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: "¿Dónde estás
ahora, querido?", y un amigo me llama y dice: "¿Conoces este chiste verde? Parece
que una vez un tipo..." Y un desconocido me llama y grita: "Esta es la encuesta
Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?"
¡Bueno!
— ¿Cómo se sentía durante la semana?
— Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.
— ¿Qué fue?
— Eché un vaso de agua en el intercomunicador.
El psiquiatra anotó en su libreta.
— ¿Y el sistema se cerró?
— ¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían
de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!
— ¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?
— ¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz
aguda me gritaba: "Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted?" En ese
mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
— ¿Se sintió mejor aún, eh?
— ¡Cada vez mejor! -Brock se frotó las manos-. ¿Por qué no iniciar, pensé, una
revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas "conveniencias"? "¿Conveniente
para quién?" grité. Conveniente para los amigos. "Eh, Al, te llamo desde el bar de
Green Hilís. Acabo de abrir una botella de whiskey, Al. Hermoso día. Ahora estoy
tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!" Conveniente para mi
oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el
contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento.
Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: "Me
he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño." "Muy bien, Brock,
¡rápido!" "Brock, ¿por qué tarda tanto?" "Lo siento, señor." "Que no se repita,
Brock." "¡No, señor!" ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de
helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
— ¿Tuvo alguna razón especial para echar en el aparato helado de chocolate?
Brock pensó un momento y sonrió.
— Es mi helado favorito.
— Ah -dijo el doctor.
— Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
— ¿Y por qué echar helado en la radio?
— Hacía calor.
El doctor calló un momento.
— ¿Y qué vino luego?
— Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto cocleando todo
el dia. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien,
Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock,
Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
— Parece que le gusta mucho el helado.
— Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave
del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche,
sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
— Continúe.
— Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y
aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros
hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: "Ahora estoy en la calle
Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve,
ahora doblamos en la Sesenta y una." Un marido maldecía: "Bueno, sal de ese bar,
maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!" Y una radio de
transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una
canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento ¡encendí mi aparato de
diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos
que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados
de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé
los Bosques De Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado
silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de
conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!
— ¿Se lo llevó la policía?
— El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido,
maridos y mujeres habían perdido contacto con la realidad. Un pandemonio, un
tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me
descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me
mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.
— Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido
muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina,
o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la
radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al
cabo, estamos en una democracia.
— Y yo -dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones,
firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se
rieron. Todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.
— Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La
mayoría manda.
— Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y "mantenerse en contacto"
es agradable, piensan que mucha música y mucho "contacto" será diez veces más
agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por
qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda
que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la
casa.
— ¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?
— Es semánticamente exacto. Sabía que enmudecería. Mi casa es una de esas
casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas,
tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que
le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de
esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen
sentirse a uno poco mas grande que un dedal, con cocinas que dicen: "Soy una
torta de durazno, y estoy a punto", o "Soy un escogido trozo de carne asada, ¡
sácame!", y otros cantitos semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden
para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro.
Una puerta de calle que ladra: "¡Tiene los pies embarrados, señor!" Y el galgo de un
vacío electrónico que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo
todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!
— Cálmese -sugirió el psiquiatra.
— ¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, «Lo he anotado en mi lista, y
jamás lo olvidaré»? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me
compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta
de calle. La puerta chilló: "¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por
favor sea aseado!" Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina,
donde el horno lloriqueaba: "¡Apáguenme!" En medio de una tortilla mecánica,
enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: "¡Un corto circuito!" Entonces sonó el
teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar
aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin
duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león somnoliento la mayor
parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el
televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas
todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto,
y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre voliendo a él, volviendo y
esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a
la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!
Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.
— ¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor,
el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o
pertenecían a algún otro?
— Lo haría otra vez, que Dios me proteja.
El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.
— ¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar
las consecuencias?
— Esto es sólo el comienzo -dijo el señor Brock-. Soy la vanguardia de unos pocos
cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en
todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello,
rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi
nombre hará historia!
— Mmm.
El psiquiatra parecía pensativo.
— Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas
cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía
divertírse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de
la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus
nervios otro nombre "La vida moderna", dijeron. "Tensión", dijeron. Pero
recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV,
la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas
me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy
mismo. ¡Un alza repentina en las ventas de helado de chocolate!
— Entiendo -dijo el psiquiatra.
— ¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio
durante seis meses?
— Sí -dijo el psiquiatra en voz baja.
— No se preocupe por mí -dijo el señor Brock incorporándose-. Me voy a entretener
un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.
— Mmm -dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.
— Saludos -dijo el señor Brock.
— Sí -dijo el psiquiatra.
Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra
salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los
primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino.
Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, El paso del tigre, El amor
es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una manta
reiigiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz vino del cielo raso:
— ¿Doctor?
— Acabo de terminar con Brock.
— ¿Diagnóstico?
— Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más
simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.
— ¿Pronóstico?
— Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.
Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del
escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz rosada y un
clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta
abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en
la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono,
habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón
de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y
tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos
teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y
los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así
siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado;
teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera,
intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio
pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono,
radio pulsera... 
   En Las doradas manzanas al sol (1953) de Ray Bradbury  Para leer en voz alta:  busque algunos amigos y dígales que les quiere regalar algo. Invítelos a su casa. Procure que tengan (cómo no) a mano sus teléfonos celulares y/o cualquier otro artilugio tecnológico. Ponga café, jugo o alguna bebida espirituosa. Siéntese cómodamente en un chinchorro o en una hamaca. Y en medio de la corversación anuncie que ahora viene su regalo. Comience a leer el cuento. La voz debe ser firme. Haga las entonaciones necesarias para dejar transcurrir, como sin querer, la voz de la trama. Dramatice un poco haciendo los énfasis respectivos durante la construcción del sentido. No deje de leer el cuento cuando los teléfonos de sus amigos suenen y ellos los respondan. Al llegar al final juegue con la voz como en un dos tres... Juegue.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario